Pocas veces nos habremos sentido los antimadridistas más identificados con un futbolista que el pasado martes con Kim Min-jae, el central surcoreano del Bayern Múnich: te confías, abandonas la zona de confort para seguir a un fantasma y cuando te quieres dar cuenta tienes a Vinicius Jr. batiendo a tu portero, a Nacho levantando la Copa de Europa y a Florentino Pérez dejándose abrazar por los balcones de medio Madrid. Una historia demasiadas veces repetida para ser casualidad. Un modus operandi que nos deja con cara de tontos cada cierto tiempo por no saber leer las señales, por insistir en el error, por no combatir al mito cuando el mito duerme, que es casi nunca. Por no aceptar, en definitiva, que el Madrid es peligroso, fiable y, lo peor de todo, transversal.

Ante el Madrid todo palidece en cuanto suenan los acordes del himno de la Liga de Campeones, posiblemente el mayor error de sus rivales en el último cuarto de siglo, pues son ellos quienes han consentido esta suerte de recordatorio marcial al comienzo de cada partido. Mi padre lo resume con una frase redondísima para quien la quiera escuchar: “en cuanto juntan a once, se ponen a competir”, suele decir al primer pitonazo, al primer bofetón. En cuanto juntan a once carpinteros, podría completarse el diagnóstico. O a once juveniles, que para el caso vendrían a ser lo mismo. Según mi padre, insisto, que además es muy del Barça (porque una cosa es ser un brillante filósofo y otra, muy distinta, aplicarse tu propia filosofía), la grandeza competitiva del Madrid en Europa, el factor diferencial que altera todos los equilibrios deportivos y hasta financieros, tiene que ver con una cuestión puramente reglamentaria: saltar con once inscritos al verde.

Habrá quien apunte, no sin razón, que todavía queda un partido por jugarse y que el Bayern es un enemigo de los que no conviene fiarse. Tampoco lejos de Múnich, aunque gran parte de su leyenda se haya forjado al calor de los monjes. Podría ocurrir que los alemanes eliminen al Madrid y nos ahorren otro verano a la sombra de los pinos, evitando la arena, mojando apenas los pies por miedo a que nos pique un pez araña, que es el animal madridista por excelencia. Pero lo normal es aquello que suele ocurrir. Y en los últimos años nos hemos acostumbrado, en la resistencia, a intuir las victorias del Madrid mucho antes de que estas se produzcan, un poco como los insectos y las catástrofes naturales. Otro dato para apuntalar el vaticinio: el Real Madrid lleva cuatro partidos seguidos sin ganar en la Liga de Campeones, su mejor racha histórica.

Diría pues, desde la distancia y desde el respeto, que el reto del madridismo para este año podría ser precisamente ese: ganar, pero sin ganar. Ganar sin que se note demasiado, en definitiva, que es una forma de humildad como otra cualquiera para quienes la humildad está prohibida por decreto. O por la propia naturaleza del monstruo. Que se lo pregunten, si no, a Kim Min-jae, el último mártir del antimadridismo, que creyó avistar a un gorrión y se topó con Godzilla acomodado en su cocina. No es culpa suya, casi nunca es culpa de nadie, tan solo lo habitual cuando el Madrid junta a once futbolistas, violonchelistas, carteros, gatos… Y el resto nos miramos en busca de una explicación lógica, como si repetir postre en la gloria fuese una cuestión de suerte o, más humillante todavía, puramente mecánica.

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